Parashat Shemot

20 enero, 2017

Cuestión de Honor

Hace algunos años ingresamos un nuevo Sefer Torá en mi sinagoga de Buenos Aires. Fue una celebración única; inolvidable y conmovedora.

No obstante, un logro tan trascendente y especial, se vio empañado por un trámite bastante engorroso en el aeropuerto de Ezeiza.

El Sefer Torá había llegado embalado desde EEUU. Los empleados de la aduana miraban azorados a aquel exótico pergamino que recién había aterrizado en el país. Hacían fila para mirarlo.

Sin embargo había un impuesto por pagar. Los empleados miraban el Sefercomo recién aterrizado de otro planeta. Lo analizaban…

‘¡Esto es una antigüedad!’, nos decía un empleado de la Aduana.

‘¿Cómo va decir que es una antigüedad?’ -le dije- ‘¡Hace dos semanas se terminó de escribir en los EEUU!’.

‘¡Aun así!’, nos dijo el hombre. ‘Es una antigüedad; y las antigüedades pagan el dos por ciento de impuesto. Es como importar un reloj de pie de Suiza’, nos dijo mientras echaba un vistazo a una interminable lista de tarifas aduaneras colgada en la pared.

Dos por ciento era mucho dinero. Sin embargo, ya no era un tema económico…era una cuestión de honor. Pocas cosas podían herir más mi orgullo judío que el hecho de catalogar a una Torá como a una antigüedad.

¿Cómo explicarle a ese funcionario que los ecos del Sinaí resuenan hasta el día de hoy? ¿Cómo decirle –tal como nos cuenta la Parashá de esta semana- que la zarza ardía pero no se consumía?

VeHine HaSne Boer BaEsh, VeHaSne Einenu Ukal (Shemot 3, 2). La revelación es constante y permanente; no está allí lejos en el pasado. Cada día volvemos a pararnos al pie del Sinaí.

Unos pocos meses luego de aquel episodio en la Aduana visitaba la ciudad de Nueva York y me senté a cenar en un Restaurant Chino Kasher. Era jueves de noche, y viendo que el Shabat se acercaba, me acerqué al mashguiaj del lugar y le pregunté por una sinagoga cercana.

El joven mashguiaj -un muchacho israelí ortodoxo- me sorprendió de entrada con su “menú”: ‘¿Buscas una sinagoga ortodoxa, conservadora o reformista?’, me preguntó.

‘No tengo preferencias’, le dije esperando escuchar su respuesta.
‘Mira…’, me explicó. ‘Acá a cinco cuadras hay una sinagoga hermosa; vale la pena que vayas…A la vuelta de tu hotel tenes otra, está más cerca…Una vez fui allá –me dijo. No vayas. No parece una sinagoga, parece un museo’.

Sus palabras me impactaron. ‘Parece un museo’.
Pensar en la Torá como antigüedad y en una sinagoga como museo, equivale a firmar nuestra acta de defunción como pueblo.

No estudiamos la Torá porque así lo hacían nuestros padres. No venimos a la sinagoga porque así lo hacían nuestros abuelos.

Estudiamos Torá y asistimos a las sinagogas, porque sino desaparecemos como pueblo. Eso, de hecho, esta sugerido al inicio de cada Amidá. Allí, al abrir nuestra plegaria, decimos “E-lohenu Ve-E-lohei Avotenu” (Dios nuestro –ante todo nuestro- y Dios de nuestros padres).

Cuando la Torá habla de aquella zarza que ardía y no se consunía, no está haciendo referencia exclusiva a un extraordinario proceso químico. Nos está enseñando que la revelación divina se prolonga con el correr de las genenaciones, tal como la voz del Shofar de Sinaí iba intensificándose mucho (Shemot 19, 19).

Dijo al respecto Rabí Leví Itzjak de Berditchev: Hay quien escucha el sonido del shofar de Rosh Ha-Shaná durante todos los días del año y hay quien escucha el sonido del shofar de Matán Torá durante todos los días de su vida.

Para aquel que tiene los oídos afinados, una Torá jamás podría ser una antigüedad, ni una sinagoga un museo.

Rabino Gustavo Surazski